Podríamos haber sido nosotros.
Absolutamente.
Sin ninguna duda.
Esa certeza recorrió las cabezas de Nando, la Pola, la Cata y la mía la semana pasada, cuando prácticamente todos los diarios, radios y canales de televisión nacionales llevaron la noticia sobre la chilena que estudiaba en EE.UU. y que estaba retenida en Rusia hacía ya más de dos meses, acusada de contrabando de arte por las medallas, monedas y billetes soviéticos que llevaba de cachivaches a sus amigos, familiares y demases.
Una certeza que comparten sólo aquéllos que viajan a Rusia sin ir de la mano de esos tours archi organizados que incluso tienen programadas las veces que puedes ir al baño.
Se olía en el aire a miles de kilómetros de Moscú; se percibía ya incluso en su embajada aquí en Santiago, cuando tramitábamos con una ansiedad inusitada las cartas de invitación para poder entrar a Rusia, y cruzábamos los dedos para conseguir esa llave que nos permitiría dar inicio a nuestro documental.
¡Ojo!, nos decían una y otra vez los modos y procedimientos de la embajada: sólo han pasado 15 años desde la caída de la Unión Soviética.
¿Es que acaso creen que nos podremos desprender de un plumazo de 70 años de totalitarismo?
El modo de pensar de los rusos no lo puedes medir con la misma vara con que asumes el modo de pensar de los europeos occidentales, de los norteamericanos, y, como añadidura -y sólo por efectos de nuestro afán de imitar al Primer Mundo- de nuestro Chile.
La racionalidad –o el concepto de racionalidad que nosotros manejamos- se suspende, y da paso a un mundo distinto, a un mundo donde lo que aparentemente podría ser ilógico es tan válido como lo que sueles llamar racional.
Donde pueden tenerte esperando hora y media en un aeropuerto y tomarlo como un procedimiento de rutina.
Un mundo donde si quieres viajar de una ciudad a otra debes dar cuenta al Ministerio de Relaciones Exteriores.
Un mundo en el que en un tren desde Tallin (Estonia) a Moscú hacen llorar a un adulto de unos 35 años, al registrarlo hasta los huesos haciéndole abrir incluso los regalos que llevaba -probablemente para sus hijos-, para finalmente dejarlo ahí, cabizbajo y humillado, guardando una a una sus pertenencias, sin haberle encontrado nada.
Un mundo donde realmente te asusta subir al metro si es que no tienes rasgos eslavos, pues puedes ser sometido a un interrogatorio de una policía que precisamente no se distingue por su afabilidad.
Pero un mundo que tiene sus motivos para ser así.
Atentados terroristas sobre todo y, como decía antes, una herencia de décadas de control absoluto sobre las vidas de las personas.
Nosotros salimos de Rusia con billetes, monedas y algunos pins soviéticos. No los compramos ahí. Los llevábamos desde el Cáucaso. Sin embargo, jamás habrían podido saberlo los policías rusos que eventualmente nos hubiesen registrado.
La moneda con la que ahora juego y que tiene grabada le efigie de Lenin, la podría haber comprado en Bakú (hoy Azerbaiyán), Yerevan (hoy Armenia), Kiev (hoy Ucrania), Tashkent (Uzbekistán), San Petersburgo o Moscú (hoy Rusia). No importa. Hace 16 años todo eso era parte de un solo país.
Una y otra vez esto me lleva a la mismísima reflexión que dio inicio a nuestro documental. ¿Por qué damos ciertas cosas por sentadas? ¿Por qué pensar que allá pensarán igual que acá? ¿No seremos algo arrogantes? ¿Quiénes están en lo correcto?
Por Cristóbal
Absolutamente.
Sin ninguna duda.
Esa certeza recorrió las cabezas de Nando, la Pola, la Cata y la mía la semana pasada, cuando prácticamente todos los diarios, radios y canales de televisión nacionales llevaron la noticia sobre la chilena que estudiaba en EE.UU. y que estaba retenida en Rusia hacía ya más de dos meses, acusada de contrabando de arte por las medallas, monedas y billetes soviéticos que llevaba de cachivaches a sus amigos, familiares y demases.
Una certeza que comparten sólo aquéllos que viajan a Rusia sin ir de la mano de esos tours archi organizados que incluso tienen programadas las veces que puedes ir al baño.
Se olía en el aire a miles de kilómetros de Moscú; se percibía ya incluso en su embajada aquí en Santiago, cuando tramitábamos con una ansiedad inusitada las cartas de invitación para poder entrar a Rusia, y cruzábamos los dedos para conseguir esa llave que nos permitiría dar inicio a nuestro documental.
¡Ojo!, nos decían una y otra vez los modos y procedimientos de la embajada: sólo han pasado 15 años desde la caída de la Unión Soviética.
¿Es que acaso creen que nos podremos desprender de un plumazo de 70 años de totalitarismo?
El modo de pensar de los rusos no lo puedes medir con la misma vara con que asumes el modo de pensar de los europeos occidentales, de los norteamericanos, y, como añadidura -y sólo por efectos de nuestro afán de imitar al Primer Mundo- de nuestro Chile.
La racionalidad –o el concepto de racionalidad que nosotros manejamos- se suspende, y da paso a un mundo distinto, a un mundo donde lo que aparentemente podría ser ilógico es tan válido como lo que sueles llamar racional.
Donde pueden tenerte esperando hora y media en un aeropuerto y tomarlo como un procedimiento de rutina.
Un mundo donde si quieres viajar de una ciudad a otra debes dar cuenta al Ministerio de Relaciones Exteriores.
Un mundo en el que en un tren desde Tallin (Estonia) a Moscú hacen llorar a un adulto de unos 35 años, al registrarlo hasta los huesos haciéndole abrir incluso los regalos que llevaba -probablemente para sus hijos-, para finalmente dejarlo ahí, cabizbajo y humillado, guardando una a una sus pertenencias, sin haberle encontrado nada.
Un mundo donde realmente te asusta subir al metro si es que no tienes rasgos eslavos, pues puedes ser sometido a un interrogatorio de una policía que precisamente no se distingue por su afabilidad.
Pero un mundo que tiene sus motivos para ser así.
Atentados terroristas sobre todo y, como decía antes, una herencia de décadas de control absoluto sobre las vidas de las personas.
Nosotros salimos de Rusia con billetes, monedas y algunos pins soviéticos. No los compramos ahí. Los llevábamos desde el Cáucaso. Sin embargo, jamás habrían podido saberlo los policías rusos que eventualmente nos hubiesen registrado.
La moneda con la que ahora juego y que tiene grabada le efigie de Lenin, la podría haber comprado en Bakú (hoy Azerbaiyán), Yerevan (hoy Armenia), Kiev (hoy Ucrania), Tashkent (Uzbekistán), San Petersburgo o Moscú (hoy Rusia). No importa. Hace 16 años todo eso era parte de un solo país.
Una y otra vez esto me lleva a la mismísima reflexión que dio inicio a nuestro documental. ¿Por qué damos ciertas cosas por sentadas? ¿Por qué pensar que allá pensarán igual que acá? ¿No seremos algo arrogantes? ¿Quiénes están en lo correcto?
Por Cristóbal
4 comentarios:
Me encantó tu reflexión y cómo la escribiste. Sin más palabras...
Felicitaciones (había olvidado su pluma, jeje).
Excelente post! Realmente es cierto, muchas veces no asumimos a cabalidad el hecho de que otras personas piensan distinto a nosotros, aceptando que sus prioridades, miedos o motivaciones los hacen actuar en una forma que a veces no nos parece correcta según nuestra realidad. Excelente columna!
Uuff ... qué más decir?
Aunque muchas veces nos es incomprensible, como un par de monedas antiguas pueden causar tanto revuelo... es cierto, son 70 años de totalitarismo que no pueden desaparecer fácilmente.
Suerte no fueron ustedes!!!
Loreto
Buenísimo. Qué susto lo que le pasó a esta mina. Muy intersante reflexión.
Publicar un comentario