De cómo el vodka disminuye las barreras idiomáticas...(o quizás cualquier borrachera)

Iba solo. Ocupando uno de los 6 puestos de una couchette normal, esas pequeñas piezas de seis u ocho asientos tan típicas de los trenes europeos. Había dejado San Petersburgo y marchaba hacia el noroeste rumbo a Helsinski, la capital de Finlandia. La vendedora de pasajes en Rusia me había dejado en otro compartimento, y el resto del equipo Cáucaso viajaba en la pieza de al lado.
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El viaje era largo y escuchaba las risas en el pasillo de un grupo de españoles -y un chileno de Doñihue- que mis compañeros -muchísimo más sociables que yo- se habían topado vitrineando por los pasillos de nuestro vagón. Yo, rodeado de rusos al frente y al costado, me refugiaba en mi libro, en mi MP3 y en el increíble paisaje de bosques de coníferas y lagunas congeladas que se repetían una y otra vez allá afuera.
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Despego la vista de las páginas de mi libro, miro al frente, y uno de los rusos me hacía señas y me indicaba un salchichón que tenía en la mano. Miro hacia el lado, y los otros 4 rusos estaban expectantes esperando mi respuesta. No había comido nada ese día (cosa no rara en nuestro viaje), y mis vecinos viajeros habían sacado sus viandas -un verdadero festín de media mañana- y no querían que el extranjero solitario se quedara mirando mientras ellos comían.
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Así que sonreí, con un tímido, "Da, ochin spasiva" (Sí, muchas gracias) acepté el ofrecimiento, y me saqué el MP3 dispuesto a entrablar una cuasi imposible conversación de signos con mis generosos vecinos rusos.
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Después de tragarme con dos mascadas el sandwich de pan pita y salame que me hicieron, el ruso de al frente me dice en un destartalado inglés "y ahora tiene que tomar esto", sacando de su bolsa de papel kraft una blanca botella de Vodka que todos -hombres y mujeres- recibieron con vítores y aplausos.
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Deben haber sido las once de la mañana y yo estiraba el vaso de plástico (también provisto por mis nuevos amigos rusos) para aceptar el cuarto shot de Vodka. La cabeza ya me daba vueltas, pues sólo tenía en el estómago un pan pita y unos cuantos centímetros cubícos de un vodka de 45 grados.
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De ahí en adelante la esforzada conversación de gestos se transformó en una locuaz conversación que incluyó chistes, brindis y política. No me pregunten por qué ni cómo pero me enteré de que uno de ellos conocía Puerto Montt, que les gustaba Neruda y les conté de mis antepasados Sapojnikov (motivo por el cual "gané" otro shot en brindis por mi sangre rusa).
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Llegamos a la capital finesa, me despedí, y supe que nunca más los volvería a ver. Mandaron saludos para Puerto Montt y sabía que reían para adentro por este chileno que con sólo 4 ó 5 pequeños cortos de vodka ya no podía caminar derecho. Bajé del tren como quien viene saliendo de una pequeña embarcación en un mar bien movido. Mareado, muy mareado, muerto de risa. Es decir, cuasi borracho.
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Menuda experiencia, pensé, y vaya cómo el Vodka reduce la improbabilidad de la comunicación, dije luego para mis adentros. Fueron varios Nasdarobia (salud) los que hice en ese tren (ya no sé por qué). Sólo sé que así de sui generis, así de borracha, y así de "rusa" fue mi bienvenida a Helsinski.
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Cristóbal.

2 comentarios:

NICOLAS EMILFORK dijo...

Gran experiencia! No recuerdo haberte escuchado esa conversación ni lo aparatoso del aterrizaje en Helsinki, pero más vale tarde que nunca, no? Sigan con el anecdotario, o el lado B del viaje. Un abrazo.
Nico

Cata dijo...

obuena compañero... se me habìa olvidado la anecdota. Notable.