Rusia (¿o la URSS?)

Independientemente de que Rusia hace ya 16 años haya dejado de llamarse Unión Soviética, nuestra reciente estada en la patria de Gorbachov tuvo varios resabios de lo que nosotros creemos era pan de cada día en la época comunista. En estas líneas escribo nuestra primerísima experiencia rusa, cuando no llevábamos más de 30 minutos pisando esas gélidas tierras.
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El avión en el que volamos a Moscú era una burbuja que nos "protegía" de todo lo que había afuera. Un Iberia con flota eshpañola, indicaziones en caztellano y gritones pasajeros que hablaban nuestra lengua madre. Una suerte del último bastión castizo que dejaríamos de ver por los siguientes tres meses.
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De los altoparlantes del avión sonó la dulce voz de una asistente de vuelo dándonos la bienvenida al aeropuerto Domodedovo (se pronuncia Domodiédovo) de Moscú. La pista estaba congelada y entre las anchísimas carreteras por las que circulaban los aviones se veían los cerritos blancos de una nieve recién caída.
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Nuestro destino final no era Moscú. De hecho, no teníamos Visa de entrada a Rusia, lo que no dejaba de preocuparme un poco, pues estábamos llegando a un país famoso por su poca hospitalidad aduanera (¿hay acaso algún país amigable en este tipo de trámites? (después me enteraría que sí, y que ese país -según Nando- era Noruega)).
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Como decía, estábamos de paso en Rusia y sólo haríamos un tránsito -nada menos que de 18 horas- antes de tomar un Tupolev 154 rumbo a Yereván, en Armenia. No teníamos razón para estar urgidos. Llevábamos nuestra Visa electrónica para entrar al país caucásico, teníamos los pasajes comprados, los asientos reservados y, además, disponíamos de largas horas por delante para enfrentar cualquier imprevisto. Por otra parte habíamos sido precavidos, pues sabíamos que de otro aeropuerto moscovita salían bastante más seguido aviones a Yereván, pero no queríamos circular de ilegales por estas tierras, por lo que asumimos las larguísimas horas de espera en el mismo aeropuerto al que habíamos llegado desde Chile.
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Bajamos del avión en Moscú y nos enfrentamos de sopetón al inentendible cirílico. Los meses en clases de ruso comenzaron a operar rápidamente en nuestras cabezas mientras una oficial aeroportuaria con aspecto de guardia de la KGB gritaba para ordenar a las masas de varios aviones que llegaban al mismo tiempo. Estoy seguro de que había kazajos, uzbekos, tayikos, turcos, azeríes, mongoles, kirguizos, un pocos e infaltables gringos y...shilenos.
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Teníamos CERO idea de dónde ir. Subimos y bajamos escaleras y finalmente nos acercamos a un counter de informaciones donde dos rusas que no hablaban más que ruso nos indicaron otro mesón a unos 50 metros.
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Ahí, otra rusa -con algún conocimiento de inglés- nos pidió los pasaportes. Se demoró mirándolos como si fuesen piezas de colección. Los daba vuelta, los leía una y otra vez, y de pronto comenzó a hacer ese temido movimiento de cabeza hacia un lado y otro (no el agradable meneo vertical hacia arriba y abajo) que no indicaba otra cosa más que tendríamos un par de problemillas.
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Llamó a otro colega (esta vez hombre, y al que llamaremos Sergei) y con sólo verlo supe que la tendríamos difícil. Intentamos intercambiar palabras, pero la conversación era algo imposible pues entre nuestro primitivo ruso y su básico inglés entendíamos una de cada 8 frases que nos lanzaba.
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Ocurría que Sergei era un tipo malaspulgas que no reconocía nuestra Visa armenia. Decía que nunca había visto el "papel" que portábamos (nuestras Visas eran electrónicas y el gobierno armenio se enorgullecía de tener este eficiente sistema de visados -pero que al parecer pocos conocían-) y que por tanto no eran válidas. Nosotros insistíamos en que nuestros papeles estaban en regla, mientras nos preguntábamos por qué debíamos dar explicaciones a un ruso por una Visa que no era para su país. Después aprendimos que por estos lares la lógica no opera como en otras partes, y que sólo nos quedaba tratar de hacer prevalecer nuestro punto de vista.
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Después de la ayuda de unos viajeros que se movían bien en el ruso y el inglés supimos que Sergei no nos dejaría subir al avión sin una carta oficial firmada por el gobierno armenio (a través de su embajada) que acreditara la validez de nuestras Visas.
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Su petición parecía chiste. Estábamos en el limbo del aeropuerto, en tierra de nadie. Era de noche y cualquier oficina consular estaría cerrada. Sergei, al otro lado del mesón, miraba con una sonrisa burlona, bromeaba con la rusa (lo que hacía aumentar exponencialmente mis ganas de acometer cualquier acción criminal contra él) y se dedicaba a otros asuntos mostrando que nuestra principal preocupación era sólo una más de las cientos de minucias con que él lidiaba día a día.
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Lo que Sergei no sabía era que teníamos un celular. Que en nuestro reporteo e investigación previa en Chile nos habíamos hecho amigos de los funcionarios de la embajada Armenia en Argentina y que manteníamos constantes contactos con ellos. Sergei tampoco sabía que en Sudamérica tenían 9 horas menos que en Moscú, y que prácticamente en la capital porteña estaban comenzando la jornada laboral.
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Luego de un par de fallidos intentos, Anahit, al otro lado del teléfono, con su indiscutible tono argentino mezclado de un atractivo acento extranjero, nos dijo que no nos preocupásemos, que pidiéramos el fax del aeropuerto y que ella enviaría lo que solicitaban.
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Luego de un par de angustiosas horas de espera Sergei apareció nuevamente en esta sala-limbo. Nos llamó a su mesón y nos habló algo inentendible mientras no podíamos quitar la vista de lo que tenía en sus manos: una hoja con el timbre de la embajada armenia en Argentina.
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Sergei no se había salido con la suya. Nos entregó los tickets que necesitábamos y nos abrieron las puertas de los grandes salones de espera de Domodiédovo. Parecía la Tierra Prometida. Me sentí como creo que debe sentirse un preso al salir de la cárcel. Habíamos escapado de esa especie de purgatorio.
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Después pensamos que quizás lo que Sergei quería era otra cosa. Que sabiendo lo cuasi imposible de su petición nos llevaría inevitablemente a pensar en otras opciones de salir del paso del inconveniente. Pero quizás estos chilenos eran demasiado ingenuos. Algo que Sergei no había considerado.
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La cuenta que pagamos por celular saliendo del paso de este problema probablemente salió más cara que otra alternativa. Pero debo decir que la recompensa de haber saltado -y por las buenas- este primer inconveniente del viaje no puede haber sido más grande.
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Cristóbal

Mejor tratar de dormir

Armenia y Azerbaiján estuvieron en guerra a mediados de los noventa. Armenia resultó ganador y una de las regiones disputadas era Nagorno Karabagh (NK). A ojos de los organismos internacionales este territorio está actualmente "ocupado" por los armenios. La situación es muy tensa y se requiere de una visa de está región autónoma para poder ingresar.
Era innegable que el auto en que nos fuimos desde Yereván (capital de Armenia) a Nagorno Karabagh fue muy superior a la media de lo que se veía por esos lados. De hecho era un auto japones, una especie de van, que incluía chofer. Lo cual fue bueno por un lado y malo por otro.
Quizás nos habrán escuchado recordar (reclamar) acerca de lo mal que se manejaba en las ciudades del Caúcaso y como cada vez que cruzábamos la calle era una travesía muy arriesgada (casi suicida). Pensamos que quizás eso sería distinto cuando se trataba de manejar fuera de la ciudad, rodeado de naturaleza y paisajes preciosos.
Lamentablemente no fue así... nuestro chofer (no recuerdo su nombre en estos momentos) era un tipo con cara de bonachón, pero al volante era cosa seria. No pasaba por su cabeza, al momento de adelantar, que junto a él viajaban 4 chilenos y que si chocaba o tenía un accidente por esos lados sería bastante compleja la situación. No pensaba que al momento de adelantar debía esperar el momento adecuado y no hacer que el auto que venía de frente disminuyera su velocidad.
No pensó nunca en que atrás íbamos con el alma en un hilo, y quizás ese fue un error nuestro, ya que cada vez que nos mirábamos tratábamos de sonreír muy cínicamente o simplemente nos hacíamos los dormidos.
Nuestro guía y traductor parecía no compartir el estrés que vivíamos cada vez que nuestro chofer se disponía a adelantar en alguna curva peligrosa, tampoco compartía nuestra angustia cuando nuestro auto pasaba rozando con otros en las maniobras evasivas de nuestro chofer.
Se me olvidaba un detalle Nagorno Karabagh se podría traducir literalmente como el Montañoso Jardín Negro. Es decir, todo lo mal que manejaba nuestro chofer se veía más terrorífico cuando se veían la cuestas con acantilados en la orilla de la carretera, que por lo demás no eran concesionada, es decir, tenían bastantes "eventos"que hacían más peligroso su transitar.
Insisto tratábamos de dormir para hacer menos angustiosa esta travesía, de hecho más de alguno en nuestro equipo lo logró...el tema es que las secuelas de este viaje se sintieron, más en unos que otros. Cuando llegamos vivos a Shushi, un pueblo cerca no a Stepankert (capital de NK), nuestros cuerpos reaccionaron como si hubiésemos bajado de una montaña rusa, de hecho más de un dolor muscular y agarrotamiento tuvimos que combatir. Todo mientras nuestro chofer seguía sonriendo al lado nuestro y nos ayudaba a bajar las batidas mochilas...

Nos conquistaron por el estómago

En uno de nuestros reportes, algo les contamos sobre nuestra experiencia culinaria en Georgia, pero no entramos en demasiados detalles.

Ya desde Armenia nos decían que en Georgia se comía bien. Y nosotros ilusionados salimos el primer día a buscar la experiencia gastronómica de nuestra vida. Como recordarán, fue un desastre. La carne era de algún animal (vaca espero) que dejó muy claro antes de morir lo nervioso que estaba. Fue muy decepcionante nuestro primer acercamiento a la cocina georgiana. Pero rápidamente la situación cambió. Suerte para nosotros.

Ika, uno de nuestros amigos georgianos, nos llevó a comer a un lugar, que confirma la regla que la “picada” es donde se come mejor. Por el equivalente a mil pesos chilenos cada uno de nosotros comprobó por qué la cocina georgiana es famosa en la región.

Un estofado de porotos, otro de carne, katchapuri (una suerte de empanada de queso), ensalada cáucaso (pepino con tomate), kebab, todo muy condimentado y aliñado, fue nuestra reconciliación con la mesa georgiana. Porque hay que decirlo, al turista se le conquista por el estómago. Sino pregúntenle a Cristóbal, que como fanático del queso, se le desdibuja la cara añorando la variedad que probó ahí, en el país del katchapuri.

Lo barato que resultaba comer en restoranes nos permitió degustar diariamente distintos platos tradicionales: kjincali, kebab, katchapurti, lobio, etc. Lo que no hicimos de manera “tradicional” - ya que nos encontrábamos trabajando- fue acompañar cada uno de nuestros almuerzos con vodka y cerveza, como lo hacen los georgianos. Es normal ver en el centro de la mesa una botella de vodka que es tomada en pequeños vasos al estilo ruso. Lo curioso es que luego de cada “shot” la costumbre es “pasar” el vodka con un sorbo de cerveza. Curiosa combinación.

Solo me queda decir, por si algún día se encuentran con la posibilidad de recorrer esas latitudes, que:

Parece que el sabor de la comida es directamente proporcional a lo hundido en el suelo que se encuentre el restorán. Resultó que en los subterráneos de los edificios encontramos los mejores lugares para comer, nada elegante, pero de sabor increíble.

Georgia cumple la premisa que hace feliz a cualquier turista sibarita, se come rico, en abundancia y lo mejor de todo, barato.

Georgia definitivamente, nos conquistó por el estómago.


Por Catalina

No hemos muerto, ni andábamos de parranda...

sólo ocurrió que nuestra bloggera de la semana aún está muy enferma y no pudo actualizar el blog.

Así que, estimados ciberlectores, ¡no desanimen ni nos manden a sus vínculos de blogs que no actualizan!, el próximo domingo una próxima actualización de nuestro blog.

¡Ojalá nos veamos el martes en Rusia la Guitarra II!

¡Podrán ver también la sinopsis del documental!

Martes 15 de mayo / 19.30 hr. / Aula Magna Centro de Extensión UC - Alameda 390